El derecho a criticar y el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra crítica, es un imperativo ético de la más alta importancia en el proceso de aprendizaje de nuestra democracia.
Es preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, de un lado, como esencial en el avance de la práctica y de la reflexión teórica, de otro, en el crecimiento necesario del sujeto criticado. De ahí que, al ser criticados, por más que no nos agrade, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha éticamente, no tenemos forma de dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición anterior. Asumir la crítica implica, por tanto, reconocer que ella nos convence, parcial o totalmente, de que estábamos incurriendo en equívoco o error que merecía ser corregido o superado.
Esto significa que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros análisis de los hechos, de las cosas, que nuestras reflexiones, que nuestras propuestas, que nuestra comprensión del mundo, que nuestra manera de pensar, de hacer política, de sentir la belleza o la fealdad, las injusticias, que nada de eso es unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer que es imposible estar en el mundo, haciendo cosas, influyendo, interviniendo, sin ser criticado.
Pero, a pesar de la obviedad de lo que acabo de decir, esto es, de que es imposible agradar a griegos y a troyanos, quien hace algo tiene que ejercitar la humildad antes de comenzar a aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida auténticamente, la humildad calma, pacifica los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.
No es posible, por otro lado, ejercer el derecho a criticar, en términos constructivos, pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son observados, retirar la validez y la eficacia de la crítica. Deberes con relación al autor que criticamos y deberes con relación a los lectores de nuestros textos críticos. Deberes, en el fondo, también con relación a nosotros mismos.
El primero de ellos es no mentir. No mentir sobre lo criticado, no mentir a los lectores ni a nosotros. Nos podemos equivocar, podemos errar. Mentir, nunca.
Otro deber es procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica en el pensamiento de A o de B, en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que apenas leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí, en lo que yo mismo indagué acerca de su pensamiento. Está claro que, para criticar positiva o negativamente el pensamiento de A o de B, me es importante también saber lo que de ellos dicen otros autores. Esto, sin embargo, no basta.
La exigencia de conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos gusto o no la persona cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo criticar un texto que ni siquiera leí, basado apenas en la manía que tengo al autor o a la autora o porque José y María me dijeran que el autor del texto es espontaneísta? Que tenemos derecho a sentir manía de la gente no hay duda. Es obvio también. El derecho que tengo de tener manía a María o a José no se puede extender, sin embargo, al mentir sobre él o sobre ella. No puedo decir, por ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una falsedad histórica. Nunca hubo ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo esto de José y de María, subrayando por tanto su error, sin probar que ellos, de verdad, hicieron tal afirmación, miento en relación a José y María, miento en relación a mí mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se construye falseando la verdad.
Si mi disposición por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los límites, o que invalida o, como mínimo, dificulta que los lea, tengo el deber de optar por una posición de silencio frente a los que escriben. Y debo también criticarme por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no puedo es engrosar la lista de los que hablan por hablar, por lo que oyen decir, y a veces hasta sin ninguna resistencia afectiva a quien critica. Por el contrario, están los que inclusive se dicen amigos del intelectual criticado pero que grabarán, como cliché inmutable, frases hechas que se repiten con aires de enorme sabiduría. Insisto en que la falta de estos no está en el hecho de criticar a un amigo. No hay pecado ninguno en criticar a un amigo si lo hacemos éticamente.
Una vez leí, en un texto crítico de mi trabajo, que soy poco riguroso en el tratamiento de los temas. En cierto momento, por una razón que ya no recuerdo, el crítico citó un extracto de Pedagogía del Oprimido con un error lamentable que se venía repitiendo en diferentes reimpresiones. “La invasión de la praxis” en lugar de “La inversión de la praxis”. Me impresionó que un intelectual, que sorprende la falta de rigor en otro, no perciba cuán poco riguroso es al citar semejante sinsentido: “la invasión de la praxis”. Y no como prueba de mi falta de rigor.
Falta de rigor, ese intelectual subraya el poco rigor de otro.
El derecho a la crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá del saber acerca del objeto directo de la crítica. Saber indispensablemente para la rigurosidad del crítico.
Otro deber ético de quien critica es dejar claro a sus lectores que su crítica abarca un texto apenas del autor criticado o toda su obra, todo su pensamiento.
Si el autor criticado escribe varios trabajos, al criticar uno de ellos, no podemos decir que la crítica es a su pensamiento como totalidad, a no ser que, conociendo la totalidad, estemos convencidos de esto. Reitero: lo que no es posible es leer uno entre diez textos y extender a los nueve restantes la crítica hecha a uno, antes de analizar rigurosamente los demás.
La eticidad del trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de ser imprudente en la apreciación de la producción de los otros. Como dije antes, puedo errar, me puedo equivocar o confundirme en mi análisis pero no puedo distorsionar el pensamiento que estudio y critico. No puedo decir que el autor que critico dijo Y si él dijo M y yo estoy seguro de que él dijo M.
No puedo criticar por pura envidia o por pura rabia simplemente para figurar.
Es inadmisible que, entre intelectuales de buen nivel, escuchemos afirmaciones como ésta:
-¿Ha leído usted hay un trabajo reciente de ese autor que usted critica tan duramente?
-No. Y me produce irritación de quien lo ha leído.
Este discurso niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor todavía: este discurso en nada contribuye a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas de tal intelectual.
Recientemente escuché de una alumna en tono sufrido, cuánto la decepcionara haber oído del profesor en quien confiaba referencias críticas sobre cierto intelectual fundadas casi en el “me dijeron” o en el “es esto lo que se dice”.
Los profesores no enseñamos meros contenidos. A través de la enseñanza de estos, enseñamos también a pensar críticamente, si somos progresistas y enseñamos para nosotros; por eso mismo, no es de depositar paquetes en la conciencia vacía de los educandos.
Nuestro testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos de autores de quienes estamos en desacuerdo o con quienes coincidimos o, por el contrario, nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los temas y de los autores, todo esto puede interferir de manera negativa o positiva en la formación permanente de los educandos.
De un estudiante brasileño que estaba haciendo su doctorado en París oí, años atrás, lo siguiente: “Aprendí recientemente la significación profunda de las citas. Estaba discutiendo un pequeño texto con mi orientador en el que se hacía una cita de Merleau-Ponty. El profesor hizo un gesto de pausa y me hizo dos preguntas:
-¿Usted ha leído, por lo menos, el capítulo entero del que extrajo la cita?
-¿Usted está seguro de que necesita hacer esta cita?
“En verdad”, dije a mi amigo, “no había leído a Ponty y, desafiado por las preguntas del orientador, fui al texto de Merleau, revisé el mío y percibí que la cita era innecesaria”.
Citar, realmente, no puede ser una pura exhibición intelectual o remedio para la inseguridad. Leer un libro, por ejemplo, en la traducción brasileña, por no dominar suficientemente la lengua materna del autor, para hacer la cita en lengua materna es procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no puede ser, tampoco, artificio, a través del cual alargamos nuestro texto con retales de textos de otros.
Creo que es urgente, entre nosotros, superar este mal hábito que es, en el fondo, un testimonio deformante, de criticar, de minimizar a un autor, de imputarle afirmaciones que jamás hizo o distorsionar las que realmente hizo. Y de hacerlo con seriedad y certeza tales que pudieran dejar en duda hasta al autor injustamente criticado. En cierto momento del proceso los críticos se apoyan apenas en lo que oyen y no en lo que leen o investigan.
La crítica fácil, ligera, se arrastra irresponsable y, no raramente, se pierde en el tiempo. De repente, se oye todavía de algunos de estos críticos perdidos en el tiempo, como presencias negativas, que Freire es idealista. Que la concienciación en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No leyeron un texto de 1970 en que discuto detenidamente este problema, otro de 1974, ambos publicados por la Editorial Paz e Tierra en 1975, en Ação cultural para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de entrevistas, de libros dialógicos aparecidos en los años 80 y, más recientemente, Pedagogia da esperança, um reencontró com a Pedagogia do oprimido, que Paz e Terra acaba de publicar. No leyeron igualmente A educação na cidade, publicación de Cortez, de diciembre de 1991.
No es que piense que deba ser leído por todos. ¡No! Pero sí por aquel que, criticándome, no puede sustraerse a la lectura de lo que critica.
El derecho incontestable a criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.
Es preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos, de un lado, como esencial en el avance de la práctica y de la reflexión teórica, de otro, en el crecimiento necesario del sujeto criticado. De ahí que, al ser criticados, por más que no nos agrade, si la crítica es correcta, fundamentada, hecha éticamente, no tenemos forma de dejar de aceptarla, rectificando así nuestra posición anterior. Asumir la crítica implica, por tanto, reconocer que ella nos convence, parcial o totalmente, de que estábamos incurriendo en equívoco o error que merecía ser corregido o superado.
Esto significa que tenemos que aceptar algo obvio: que nuestros análisis de los hechos, de las cosas, que nuestras reflexiones, que nuestras propuestas, que nuestra comprensión del mundo, que nuestra manera de pensar, de hacer política, de sentir la belleza o la fealdad, las injusticias, que nada de eso es unánimemente aceptado o rechazado. Esto significa, fundamentalmente, reconocer que es imposible estar en el mundo, haciendo cosas, influyendo, interviniendo, sin ser criticado.
Pero, a pesar de la obviedad de lo que acabo de decir, esto es, de que es imposible agradar a griegos y a troyanos, quien hace algo tiene que ejercitar la humildad antes de comenzar a aparecer en función de lo que empezó a hacer. Vivida auténticamente, la humildad calma, pacifica los posibles ímpetus de intolerancia de nuestra vanidad frente a la crítica, incluso justa, que recibimos.
No es posible, por otro lado, ejercer el derecho a criticar, en términos constructivos, pretendiendo tener en el criticar un testimonio educativo, sin encarnar una posición rigurosamente ética. Así, el derecho a la práctica de criticar exige de quien lo asume el cumplimiento minucioso de ciertos deberes que, si no son observados, retirar la validez y la eficacia de la crítica. Deberes con relación al autor que criticamos y deberes con relación a los lectores de nuestros textos críticos. Deberes, en el fondo, también con relación a nosotros mismos.
El primero de ellos es no mentir. No mentir sobre lo criticado, no mentir a los lectores ni a nosotros. Nos podemos equivocar, podemos errar. Mentir, nunca.
Otro deber es procurar, con rigor, conocer el objeto de nuestra crítica. No es ético ni riguroso criticar lo que no conocemos. No puedo basar mi crítica en el pensamiento de A o de B, en lo que oí decir de A y de B, ni siquiera en lo que apenas leí sobre A y B, sino en lo que yo mismo leí, en lo que yo mismo indagué acerca de su pensamiento. Está claro que, para criticar positiva o negativamente el pensamiento de A o de B, me es importante también saber lo que de ellos dicen otros autores. Esto, sin embargo, no basta.
La exigencia de conocer el pensamiento que se ha de criticar no depende de que nos gusto o no la persona cuyo pensamiento analizamos.
¿Cómo criticar un texto que ni siquiera leí, basado apenas en la manía que tengo al autor o a la autora o porque José y María me dijeran que el autor del texto es espontaneísta? Que tenemos derecho a sentir manía de la gente no hay duda. Es obvio también. El derecho que tengo de tener manía a María o a José no se puede extender, sin embargo, al mentir sobre él o sobre ella. No puedo decir, por ejemplo, sin probarlo, que José y María dijeron que puede haber práctica educativa sin contenidos. En primer lugar, esta afirmación es una falsedad histórica. Nunca hubo ni hay educación sin contenidos. Segundo, si digo esto de José y de María, subrayando por tanto su error, sin probar que ellos, de verdad, hicieron tal afirmación, miento en relación a José y María, miento en relación a mí mismo y continúo trabajando contra la democracia, que no se construye falseando la verdad.
Si mi disposición por A o por B provoca en mí un malestar que va más allá de los límites, o que invalida o, como mínimo, dificulta que los lea, tengo el deber de optar por una posición de silencio frente a los que escriben. Y debo también criticarme por no ser capaz de superar mis malestares personales. Lo que no puedo es engrosar la lista de los que hablan por hablar, por lo que oyen decir, y a veces hasta sin ninguna resistencia afectiva a quien critica. Por el contrario, están los que inclusive se dicen amigos del intelectual criticado pero que grabarán, como cliché inmutable, frases hechas que se repiten con aires de enorme sabiduría. Insisto en que la falta de estos no está en el hecho de criticar a un amigo. No hay pecado ninguno en criticar a un amigo si lo hacemos éticamente.
Una vez leí, en un texto crítico de mi trabajo, que soy poco riguroso en el tratamiento de los temas. En cierto momento, por una razón que ya no recuerdo, el crítico citó un extracto de Pedagogía del Oprimido con un error lamentable que se venía repitiendo en diferentes reimpresiones. “La invasión de la praxis” en lugar de “La inversión de la praxis”. Me impresionó que un intelectual, que sorprende la falta de rigor en otro, no perciba cuán poco riguroso es al citar semejante sinsentido: “la invasión de la praxis”. Y no como prueba de mi falta de rigor.
Falta de rigor, ese intelectual subraya el poco rigor de otro.
El derecho a la crítica exige también del crítico un saber que debe ir más allá del saber acerca del objeto directo de la crítica. Saber indispensablemente para la rigurosidad del crítico.
Otro deber ético de quien critica es dejar claro a sus lectores que su crítica abarca un texto apenas del autor criticado o toda su obra, todo su pensamiento.
Si el autor criticado escribe varios trabajos, al criticar uno de ellos, no podemos decir que la crítica es a su pensamiento como totalidad, a no ser que, conociendo la totalidad, estemos convencidos de esto. Reitero: lo que no es posible es leer uno entre diez textos y extender a los nueve restantes la crítica hecha a uno, antes de analizar rigurosamente los demás.
La eticidad del trabajo intelectual no me permite la irresponsabilidad de ser imprudente en la apreciación de la producción de los otros. Como dije antes, puedo errar, me puedo equivocar o confundirme en mi análisis pero no puedo distorsionar el pensamiento que estudio y critico. No puedo decir que el autor que critico dijo Y si él dijo M y yo estoy seguro de que él dijo M.
No puedo criticar por pura envidia o por pura rabia simplemente para figurar.
Es inadmisible que, entre intelectuales de buen nivel, escuchemos afirmaciones como ésta:
-¿Ha leído usted hay un trabajo reciente de ese autor que usted critica tan duramente?
-No. Y me produce irritación de quien lo ha leído.
Este discurso niega totalmente al intelectual que lo hace. Peor todavía: este discurso en nada contribuye a la formación ético-científica de los alumnos o alumnas de tal intelectual.
Recientemente escuché de una alumna en tono sufrido, cuánto la decepcionara haber oído del profesor en quien confiaba referencias críticas sobre cierto intelectual fundadas casi en el “me dijeron” o en el “es esto lo que se dice”.
Los profesores no enseñamos meros contenidos. A través de la enseñanza de estos, enseñamos también a pensar críticamente, si somos progresistas y enseñamos para nosotros; por eso mismo, no es de depositar paquetes en la conciencia vacía de los educandos.
Nuestro testimonio de seriedad en las citas o en las referencias que hacemos de autores de quienes estamos en desacuerdo o con quienes coincidimos o, por el contrario, nuestra irresponsabilidad en el tratamiento de los temas y de los autores, todo esto puede interferir de manera negativa o positiva en la formación permanente de los educandos.
De un estudiante brasileño que estaba haciendo su doctorado en París oí, años atrás, lo siguiente: “Aprendí recientemente la significación profunda de las citas. Estaba discutiendo un pequeño texto con mi orientador en el que se hacía una cita de Merleau-Ponty. El profesor hizo un gesto de pausa y me hizo dos preguntas:
-¿Usted ha leído, por lo menos, el capítulo entero del que extrajo la cita?
-¿Usted está seguro de que necesita hacer esta cita?
“En verdad”, dije a mi amigo, “no había leído a Ponty y, desafiado por las preguntas del orientador, fui al texto de Merleau, revisé el mío y percibí que la cita era innecesaria”.
Citar, realmente, no puede ser una pura exhibición intelectual o remedio para la inseguridad. Leer un libro, por ejemplo, en la traducción brasileña, por no dominar suficientemente la lengua materna del autor, para hacer la cita en lengua materna es procedimiento poco ético y nada respetable. Citar no puede ser, tampoco, artificio, a través del cual alargamos nuestro texto con retales de textos de otros.
Creo que es urgente, entre nosotros, superar este mal hábito que es, en el fondo, un testimonio deformante, de criticar, de minimizar a un autor, de imputarle afirmaciones que jamás hizo o distorsionar las que realmente hizo. Y de hacerlo con seriedad y certeza tales que pudieran dejar en duda hasta al autor injustamente criticado. En cierto momento del proceso los críticos se apoyan apenas en lo que oyen y no en lo que leen o investigan.
La crítica fácil, ligera, se arrastra irresponsable y, no raramente, se pierde en el tiempo. De repente, se oye todavía de algunos de estos críticos perdidos en el tiempo, como presencias negativas, que Freire es idealista. Que la concienciación en su obra es la mejor prueba de su ilusión subjetivista. No leyeron un texto de 1970 en que discuto detenidamente este problema, otro de 1974, ambos publicados por la Editorial Paz e Tierra en 1975, en Ação cultural para a liberdade e outros escritos. No leyeron una serie de ensayos, de entrevistas, de libros dialógicos aparecidos en los años 80 y, más recientemente, Pedagogia da esperança, um reencontró com a Pedagogia do oprimido, que Paz e Terra acaba de publicar. No leyeron igualmente A educação na cidade, publicación de Cortez, de diciembre de 1991.
No es que piense que deba ser leído por todos. ¡No! Pero sí por aquel que, criticándome, no puede sustraerse a la lectura de lo que critica.
El derecho incontestable a criticar exige de quien lo ejerce el deber de no mentir.
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