Nació con destino de oasis y se convirtió en el infierno mismo. Una cárcel, un centro de torturas, han dicho. El territorio en manos de Estados Unidos no figura en el mapa de las preocupaciones del mundo, pero dos mil habitantes fueron desplazados para poner en funcionamiento esta base militar que esconde horrorosos secretos.
Es una prisión secreta que se levanta en tierras que fueron robadas a los habitantes originarios del lugar. De su pista de vuelo despegaron los bombarderos de los EUA, para invadir Camboya, Afganistán e Irak, a fuego, crímenes e impiedad; para controlar el Oriente Medio y... hay más, ya se verá.
La isla Diego García es un embrión de la muerte. Es la cueva que eligieron los bárbaros –con la excusa de un supuesto terrorismo– para torturar mejor. Es un verdadero tesoro para Norteamérica y el Reino Unido. Es la base militar más importante que el Imperio tiene para vigilar el mundo y, junto a sus pares, las bases de Guam y Ascensión, son claves para el invasor. Es un sitio ideal para acoger misiles de ojiva nuclear, aunque estén prohibidos por los tratados internacionales. Pero, ¿acaso esto importa a los bárbaros?
Ellos no viven en el océano Índico, donde está Diego García, ese atolón que nació con destino de oasis y se convirtió en el infierno mismo. No. Ellos dan las órdenes a la CIA norteamericana, apoyados por Gran Bretaña y por la Unión Europea, que tan bien sabe callar cuando el poder es la causa del terror.
Diego García es el enclave justo, por si a los Estados Unidos se les ocurriera una acción sangrienta contra Irán. Es el lugar donde la tortura exhibe su mayor sofisticación. Es una suerte de patíbulo –la muerte en vida– y el primer escalón, la antesala, para merecer el alivio de pasar a Guantánamo: ese cadalso con el que Barack Obama prometió terminar. A Diego García nadie la nombra y no figura en las agendas presidenciales, a pesar de ser peor aún que Guantánamo. Está dicho: peor. Pero comparar dos horrores no arroja claridad.
La tierra del planeta no ha sido suficiente. Los Estados Unidos surcan los mares del mundo con entre diecisiete y veinte barcos –prisiones flotantes–. En ellas fueron detenidas e interrogadas bajo suplicio miles de personas. Pero casi nadie informa sobre esto. No, de eso no se habla.
Habla, sí, y actúa por la justicia, la organización londinense de derechos humanos Reprive, que representa a treinta detenidos no procesados de Guantánamo, a los presidiarios que esperan condenas y a los acusados de supuesto terrorismo.
Los traslados y detenciones fuera de toda ley empezaron de manera aguda en 1998, durante la presidencia de Bill Clinton. Y George Bush los fomentó en progresión geométrica. Cuando todavía era presidente, admitió la existencia de al menos 26.000 personas en prisiones flotantes; pero según los sondeos de Reprive, la cifra de quienes pasaron por ellas, es de 80.000, a contar desde 2001.
Castrar la isla
Los 44 kilómetros de Diego García huelen a ausencia. Bajo su cielo, la gran ausente es la sacralidad de la existencia humana. La isla es un territorio británico de ultramar, situado en el archipiélago de Chagos, en el Océano Índico. En 1966, se produjo un maridaje perfecto entre los bárbaros. El lugar –tan bello, que parece una sonrisa de la naturaleza– fue ofrecido por Inglaterra a Norteamérica, que lo quería para instalar esta base militar. Fue un canje ignominioso: el alquiler por cincuenta años de tierras inglesas, a cambio de catorce millones de dólares y misiles del submarino nuclear Polaris.
Pero –eso sí, había una premisa a respetar– en aquel momento, más temprano que tarde, había que impedir “problemas de población”. Había que desinfectar el archipiélago de seres humanos.
Manos a la obra de inmediato, el Reino Unido le bloqueó toda entrada de alimentos. El hambre hizo sonar un concierto de estómagos vacíos, al mismo tiempo que los habitantes empezaban a irse... o a ser expulsados. El destino de los desterrados fue, y es, las villas de miseria de la Isla Mauricio.
Allá, a más de 200 kilómetros de la tierra que los vio nacer, los desterrados sueñan tanto con comer, como con volver a su patria despatriada.
Salvajemente los 2.000 habitantes nacidos en la isla fueron expulsados. Un caso, que sintetiza muchos similares, fue el de Marie Aimee, nacida y criada en Diego García, quien en 1969 llevó a sus hijos a Port Louis (Mauricio), para un tratamiento médico. El gobierno británico nunca le permitió subir al barco para regresar y nunca más pudo volver.
Su marido quedó dos años en la isla y después llegó a reunirse con su esposa, sólo con una bolsa y en un estado lamentable. Había sido arrojado de su tierra. La historia de los otros miles de isleños abandonados es escalofriante: desterrados y humillados, fueron reunidos en chozas de hojalata. De muchos se habían librado con mentiras de vacaciones gratis en lugares de ensueño. Había que barrerlos de la isla: esterilizarla de la presencia de los paisanos.
La gran mayoría de los chagosianos fueron detenidos, expulsados de sus hogares, literalmente empacados y depositados en las bodegas de las embarcaciones, entre gritos y llantos; antes, habían visto exterminar a sus animales domésticos y a su ganado. Así, se podía bombardear más fácilmente Vietnam, Laos y Camboya; amenazar a la China revolucionaria cuando la Revolución Cultural, para seguir con el Golfo Pérsico, Afganistán, Irak, y... hay mucho más.
Muchos murieron de tristeza, se suicidaron o se hicieron alcohólicos, mientras soñaban con la tierra prometida. Pero nadie abandonó la idea de volver a su isla de corales y palmeras; a la isla que –hasta que ellos la vieron– no estaba contaminada por armas ni maldad. En el periódico Times de Londres, del 9 de noviembre de 2007, una de las lugareñas sintetizó: “Era el paraíso, éramos como aves libres, y ahora estamos igual que en una prisión”.
La Alta Corte británica primero, y la Corte de Apelaciones después, sentenciaron que la expulsión fue ilegal y dieron a la población el derecho a regresar; pero ningún gobierno quiso cumplir esas sentencias. Y la Oficina de Asuntos Internos e Internacionales del Reino Unido, en cambio, dijo que no habría población indígena. El único derecho a ciudadanía se concedía a las gaviotas.
Hoy, de los 2.000 expulsados originariamente, conservan la vida menos de 700. ¿Juegan los bárbaros a la extinción final? Los Estados Unidos alquilaron la isla hasta 2016. Y hasta entonces, y después, ¿qué?
Interrogatorios y tortura
¿Y qué, con la prisión de Diego García? Es el mayor centro de torturas –les llaman eufemísticamente interrogaciones– para los presos considerados más “importantes” por el Estados Unidos. Fue allí que el prisionero Ibn Al-Sheikh Al-Libi tuvo que mentir, pues no resistía el suplicio a que era sometido. Dijo, para evitar que siguieran lacerándolo, que Saddam Hussein era aliado de Al-Qaeda y que tenía las famosas armas destrucción masiva, de las cuales tanto se ha hablado.
Por cierto que se demostró que esas armas no existían. Pero eran los argumentos que George W. Bush necesitaba para la guerra del petróleo: la que él lanzó, hambriento de dólares, con la excusa del terrorismo; como si hubiera sido un salvador del mundo, al que aniquilaba y por lo cual hoy se intenta juzgarlo. Desde todo el planeta, se levantan cada vez más voces que demandan, precisamente, llevarlo frente a la justicia como un reo que cometió crímenes contra la humanidad.
La mazmorra de Diego García se conoce como “Campamento de Justicia”. Seguimos con los eufemismos. Y las seis mil bases militares mundiales de EUA se mencionan como “huellas” en el argot castrense estadounidense. Entre ellas, Diego García tiene un nombre que suena a burla: “Huella de la libertad”. Las palabras perdieron su significado.
Mientras tanto, los traslados de prisioneros drogados, encapuchados y fuertemente torturados, desde allí hasta Guantánamo, han sido lo habitual. Personas cautivas trasladadas de un horror a otro. De Diego García a Guantánamo.
Los 2.000 soldados estadounidenses destinados permanentemente en el lugar son la población central de Diego García. La tortura necesita vigilancia, ¡caramba! Ironías de la vida, son 2.000 también los desterrados: las armas reemplazan a la vida.
Los bárbaros niegan todo, pero las evidencias y pruebas existen. Por ejemplo, las de ex prisioneros que por algún milagro lograron la libertad y cuentan cómo fueron trasladados a Guantánamo, así como el espanto de las torturas, imposibles siquiera de imaginar por cualquier mente humana. También el testimonio fundamentado del historiador británico Andy Worthington, autor de The Guantánamo files: the stories of the 774 detainees in America’s illegal prison (Los archivos Guantánamo: las historias de los 774 detenidos en la prisión ilegal de América).
Worthington relata que “una honrada persona con acceso a información privilegiada”, Barry McCaffrey, General norteamericano en retiro y profesor prestigioso de estudios de Seguridad internacional, reconoció en dos oportunidades que en Diego García se retienen personas acusadas de terrorismo; de la misma manera, aceptó que esto ocurre también en Bagram, Guantánamo e Irak.
Por su parte, Clive Stafford Smith, director de la ONG Reprive, de cuya seriedad nadie duda, aseguró a The Guardian que es categóricamente cierta la existencia de los prisioneros en la isla.
También el senador suizo Dick Marty confirmó en 2006 las “entregas extraordinarias” de detenidos, desde allí hacia Guantánamo. En un informe que entregó al Consejo de Europa, certificó que los EUA, bajo la responsabilidad legal internacional del Reino Unido, utilizaron este atolón del Índico como prisión secreta para “detenidos de alto valor”. El relator especial sobre la Tortura de la ONU, Manfred Novak, lo ratificó.
Guantánamo parece ser prioridad en la agenda de Barack Obama. ¿Y Diego García? Es verdad que el flamante presidente de la Casa Blanca tiene demasiados desafíos, rompecabezas y crisis a resolver, así como una oposición conservadora que no le hace fácil gobernar. Pero, ¿tiene la voluntad política para terminar con esta abyección? ¿Podrá –y sobre todo querrá– ir contra la siembra de muerte?
La libertad, la justicia y los desterrados de Diego García esperan su palabra y la de la Unión Europea. Esperan, como escribió el poeta griego Constantino Kavafis: “como cuerpos bellos de muertos que no han envejecido/y los encerraron, con lágrimas, en una tumba espléndida/ con rosas en la cabeza y en los pies jazmines”.
Es una prisión secreta que se levanta en tierras que fueron robadas a los habitantes originarios del lugar. De su pista de vuelo despegaron los bombarderos de los EUA, para invadir Camboya, Afganistán e Irak, a fuego, crímenes e impiedad; para controlar el Oriente Medio y... hay más, ya se verá.
La isla Diego García es un embrión de la muerte. Es la cueva que eligieron los bárbaros –con la excusa de un supuesto terrorismo– para torturar mejor. Es un verdadero tesoro para Norteamérica y el Reino Unido. Es la base militar más importante que el Imperio tiene para vigilar el mundo y, junto a sus pares, las bases de Guam y Ascensión, son claves para el invasor. Es un sitio ideal para acoger misiles de ojiva nuclear, aunque estén prohibidos por los tratados internacionales. Pero, ¿acaso esto importa a los bárbaros?
Ellos no viven en el océano Índico, donde está Diego García, ese atolón que nació con destino de oasis y se convirtió en el infierno mismo. No. Ellos dan las órdenes a la CIA norteamericana, apoyados por Gran Bretaña y por la Unión Europea, que tan bien sabe callar cuando el poder es la causa del terror.
Diego García es el enclave justo, por si a los Estados Unidos se les ocurriera una acción sangrienta contra Irán. Es el lugar donde la tortura exhibe su mayor sofisticación. Es una suerte de patíbulo –la muerte en vida– y el primer escalón, la antesala, para merecer el alivio de pasar a Guantánamo: ese cadalso con el que Barack Obama prometió terminar. A Diego García nadie la nombra y no figura en las agendas presidenciales, a pesar de ser peor aún que Guantánamo. Está dicho: peor. Pero comparar dos horrores no arroja claridad.
La tierra del planeta no ha sido suficiente. Los Estados Unidos surcan los mares del mundo con entre diecisiete y veinte barcos –prisiones flotantes–. En ellas fueron detenidas e interrogadas bajo suplicio miles de personas. Pero casi nadie informa sobre esto. No, de eso no se habla.
Habla, sí, y actúa por la justicia, la organización londinense de derechos humanos Reprive, que representa a treinta detenidos no procesados de Guantánamo, a los presidiarios que esperan condenas y a los acusados de supuesto terrorismo.
Los traslados y detenciones fuera de toda ley empezaron de manera aguda en 1998, durante la presidencia de Bill Clinton. Y George Bush los fomentó en progresión geométrica. Cuando todavía era presidente, admitió la existencia de al menos 26.000 personas en prisiones flotantes; pero según los sondeos de Reprive, la cifra de quienes pasaron por ellas, es de 80.000, a contar desde 2001.
Castrar la isla
Los 44 kilómetros de Diego García huelen a ausencia. Bajo su cielo, la gran ausente es la sacralidad de la existencia humana. La isla es un territorio británico de ultramar, situado en el archipiélago de Chagos, en el Océano Índico. En 1966, se produjo un maridaje perfecto entre los bárbaros. El lugar –tan bello, que parece una sonrisa de la naturaleza– fue ofrecido por Inglaterra a Norteamérica, que lo quería para instalar esta base militar. Fue un canje ignominioso: el alquiler por cincuenta años de tierras inglesas, a cambio de catorce millones de dólares y misiles del submarino nuclear Polaris.
Pero –eso sí, había una premisa a respetar– en aquel momento, más temprano que tarde, había que impedir “problemas de población”. Había que desinfectar el archipiélago de seres humanos.
Manos a la obra de inmediato, el Reino Unido le bloqueó toda entrada de alimentos. El hambre hizo sonar un concierto de estómagos vacíos, al mismo tiempo que los habitantes empezaban a irse... o a ser expulsados. El destino de los desterrados fue, y es, las villas de miseria de la Isla Mauricio.
Allá, a más de 200 kilómetros de la tierra que los vio nacer, los desterrados sueñan tanto con comer, como con volver a su patria despatriada.
Salvajemente los 2.000 habitantes nacidos en la isla fueron expulsados. Un caso, que sintetiza muchos similares, fue el de Marie Aimee, nacida y criada en Diego García, quien en 1969 llevó a sus hijos a Port Louis (Mauricio), para un tratamiento médico. El gobierno británico nunca le permitió subir al barco para regresar y nunca más pudo volver.
Su marido quedó dos años en la isla y después llegó a reunirse con su esposa, sólo con una bolsa y en un estado lamentable. Había sido arrojado de su tierra. La historia de los otros miles de isleños abandonados es escalofriante: desterrados y humillados, fueron reunidos en chozas de hojalata. De muchos se habían librado con mentiras de vacaciones gratis en lugares de ensueño. Había que barrerlos de la isla: esterilizarla de la presencia de los paisanos.
La gran mayoría de los chagosianos fueron detenidos, expulsados de sus hogares, literalmente empacados y depositados en las bodegas de las embarcaciones, entre gritos y llantos; antes, habían visto exterminar a sus animales domésticos y a su ganado. Así, se podía bombardear más fácilmente Vietnam, Laos y Camboya; amenazar a la China revolucionaria cuando la Revolución Cultural, para seguir con el Golfo Pérsico, Afganistán, Irak, y... hay mucho más.
Muchos murieron de tristeza, se suicidaron o se hicieron alcohólicos, mientras soñaban con la tierra prometida. Pero nadie abandonó la idea de volver a su isla de corales y palmeras; a la isla que –hasta que ellos la vieron– no estaba contaminada por armas ni maldad. En el periódico Times de Londres, del 9 de noviembre de 2007, una de las lugareñas sintetizó: “Era el paraíso, éramos como aves libres, y ahora estamos igual que en una prisión”.
La Alta Corte británica primero, y la Corte de Apelaciones después, sentenciaron que la expulsión fue ilegal y dieron a la población el derecho a regresar; pero ningún gobierno quiso cumplir esas sentencias. Y la Oficina de Asuntos Internos e Internacionales del Reino Unido, en cambio, dijo que no habría población indígena. El único derecho a ciudadanía se concedía a las gaviotas.
Hoy, de los 2.000 expulsados originariamente, conservan la vida menos de 700. ¿Juegan los bárbaros a la extinción final? Los Estados Unidos alquilaron la isla hasta 2016. Y hasta entonces, y después, ¿qué?
Interrogatorios y tortura
¿Y qué, con la prisión de Diego García? Es el mayor centro de torturas –les llaman eufemísticamente interrogaciones– para los presos considerados más “importantes” por el Estados Unidos. Fue allí que el prisionero Ibn Al-Sheikh Al-Libi tuvo que mentir, pues no resistía el suplicio a que era sometido. Dijo, para evitar que siguieran lacerándolo, que Saddam Hussein era aliado de Al-Qaeda y que tenía las famosas armas destrucción masiva, de las cuales tanto se ha hablado.
Por cierto que se demostró que esas armas no existían. Pero eran los argumentos que George W. Bush necesitaba para la guerra del petróleo: la que él lanzó, hambriento de dólares, con la excusa del terrorismo; como si hubiera sido un salvador del mundo, al que aniquilaba y por lo cual hoy se intenta juzgarlo. Desde todo el planeta, se levantan cada vez más voces que demandan, precisamente, llevarlo frente a la justicia como un reo que cometió crímenes contra la humanidad.
La mazmorra de Diego García se conoce como “Campamento de Justicia”. Seguimos con los eufemismos. Y las seis mil bases militares mundiales de EUA se mencionan como “huellas” en el argot castrense estadounidense. Entre ellas, Diego García tiene un nombre que suena a burla: “Huella de la libertad”. Las palabras perdieron su significado.
Mientras tanto, los traslados de prisioneros drogados, encapuchados y fuertemente torturados, desde allí hasta Guantánamo, han sido lo habitual. Personas cautivas trasladadas de un horror a otro. De Diego García a Guantánamo.
Los 2.000 soldados estadounidenses destinados permanentemente en el lugar son la población central de Diego García. La tortura necesita vigilancia, ¡caramba! Ironías de la vida, son 2.000 también los desterrados: las armas reemplazan a la vida.
Los bárbaros niegan todo, pero las evidencias y pruebas existen. Por ejemplo, las de ex prisioneros que por algún milagro lograron la libertad y cuentan cómo fueron trasladados a Guantánamo, así como el espanto de las torturas, imposibles siquiera de imaginar por cualquier mente humana. También el testimonio fundamentado del historiador británico Andy Worthington, autor de The Guantánamo files: the stories of the 774 detainees in America’s illegal prison (Los archivos Guantánamo: las historias de los 774 detenidos en la prisión ilegal de América).
Worthington relata que “una honrada persona con acceso a información privilegiada”, Barry McCaffrey, General norteamericano en retiro y profesor prestigioso de estudios de Seguridad internacional, reconoció en dos oportunidades que en Diego García se retienen personas acusadas de terrorismo; de la misma manera, aceptó que esto ocurre también en Bagram, Guantánamo e Irak.
Por su parte, Clive Stafford Smith, director de la ONG Reprive, de cuya seriedad nadie duda, aseguró a The Guardian que es categóricamente cierta la existencia de los prisioneros en la isla.
También el senador suizo Dick Marty confirmó en 2006 las “entregas extraordinarias” de detenidos, desde allí hacia Guantánamo. En un informe que entregó al Consejo de Europa, certificó que los EUA, bajo la responsabilidad legal internacional del Reino Unido, utilizaron este atolón del Índico como prisión secreta para “detenidos de alto valor”. El relator especial sobre la Tortura de la ONU, Manfred Novak, lo ratificó.
Guantánamo parece ser prioridad en la agenda de Barack Obama. ¿Y Diego García? Es verdad que el flamante presidente de la Casa Blanca tiene demasiados desafíos, rompecabezas y crisis a resolver, así como una oposición conservadora que no le hace fácil gobernar. Pero, ¿tiene la voluntad política para terminar con esta abyección? ¿Podrá –y sobre todo querrá– ir contra la siembra de muerte?
La libertad, la justicia y los desterrados de Diego García esperan su palabra y la de la Unión Europea. Esperan, como escribió el poeta griego Constantino Kavafis: “como cuerpos bellos de muertos que no han envejecido/y los encerraron, con lágrimas, en una tumba espléndida/ con rosas en la cabeza y en los pies jazmines”.
Cristina Castello
tomado de Playboy.com
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Imágen desde Google Earth
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